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Malleus haereticorum, «El notario del s. XXI» – Vicente Guilarte

Me gratifica que “El Notario del  S. XXI”, en la sección corporativa de su nº 49, repare, para bien, en mi persona, haciéndome partícipe de la disputa por la paternidad del calificativo que antecede a estas líneas. Me uno a San Roberto Belarmino, San Pedro Canisio, San Antonio de Padua y, allende los Pirineos, al sangriento Inquisidor Robert le Bougre. No creo, sin embargo, poder competir con la propia nación Española, que, en el sentir de D. Marcelino, unía a su condición de martillo de herejes, las de luz de Trento, espada de Roma y cuna de San Ignacio.  En todo caso incluirme en el elenco de quienes se disputan el término es un honor y, a la par, representa un consuelo pues alguien ha leído las que considera mis ”imprecaciones” contra el notariado, de cuya conceptuación discrepo,  surgidas, dice el informante corporativo, del rechazo notarial al Anteproyecto de Ley de Reforma Integral de los Registros.

La mención me permite, por alusiones ad hominem, persistir en el debate y propicia reflexiones variadas.
1ª. No es a mi juicio adecuado que un defensor de la fe pública notarial la considere como fe herética y conceptúe de “martillo” a quien la cuestiona. Si bien agradezco el término elegido quizás hubiera sido oportuna una alternativa semántica.
2ª. Necesitado como me encontraba de integrar los “campos” que la Academia me requiere para mi acreditación como investigador, entre ellos el heteroreconocimiento de “mi obra” –el aterrador “índice de impacto”–, nada mejor a tal fin que la cita contenida en tan selecta publicación entre cuyos valores, y no el único, está su magnífico formato y la calidad, siempre satinada, de sus materiales.
3º. El fondo de la sugestiva imprecación que me dirige el editorialista es más relevante y permite reconducir el debate tras los previos divertimentos. Apunto que nunca he concluido, como me imputa, que existiera  “ceguera corporativa” alguna derivada de la incapacidad notarial para apreciar las bondades del Anteproyecto. De muy diferente manera la crítica era precisamente la contraria y surgía de la “clarividencia corporativa” con la que, advirtiendo el peligro, se ha tratado de desvirtuar, a través de una despiadada, efectista, farisaica y costosa campaña, la bondad de los proyectos ajenos en cuanto relevadores de las debilidades  de lo propio.
Más acertada era, a mi entender, la conclusión final que tengo que aceptar: “el demonio es el que tiene en casa”, me decía el editorialista. Idea tan certera como universal y que, en su transcrita expresión, representa la versión satanizada de lo que siempre se ha sabido pues no hay peor cuñado que el propio ni peor cuña que la de la misma madera. No obstante frente a la adscripción al demoníaco grupo que reniega de mis convicciones, no haciéndolas suyas, recordaré que no soy Registrador, ni tan siquiera una liquidadora regento.
4º. No le causan ningún miedo al editorialista, tampoco prevención, mis reflexiones acerca de la incidencia que sobre la función notarial proyecta la certeza e integridad de la documentación electrónica. Es lógico pues nunca pretendí generar tan ingrata sensación en un colectivo al que, por afinidad profesional –casi todos sus miembros son juristas– aprecio: me bastaba con que, a efectos de índice de impacto, alguien hablara de mí, bien o mal pero que hablara.
Pero el tema permite alguna valoración complementaria. La certeza electrónica es, por definición, sustitutivo tecnológico de las presunciones básicas del documento público: su veracidad e integridad, ancladas en la norma que las crea respecto del documento notarial y en la técnica respecto del electrónico. El mundo del ser frente al del deber ser. Y el oficio debe buscar alternativas que, a mi juicio, difícilmente podrán encontrarse en la presunción de legalidad reservada a la Autoridad en cuanto ajena al juego del mercado y a la libre competencia entre iguales.

Paralelamente tal certeza tecnológica y las comunicaciones electrónicas por las que se encauzan, debidamente suscritas con firma reconocida –¿para cuando el documento autenticado por la firma electrónica de abogado en todos los actos unilaterales con incidencia registral?—son enemigo letal del ”papel”. Y éste, según leo en un número anterior de la propia Revista parece importante: “…la eliminación de los folios es inasumible, es atacar uno de los pilares básicos del sistema. (…) Piénsese que, en muchos documentos, los folios suponen más de la mitad de la factura total”.  Efectivamente así debe ser pues la lectura del anuario de la DGRN de 2010 me lleva a conocer y envidiar las cifras faraónicas que  revela respecto de la “venta” de papel. Otro día podemos hablar de ellas.
Así las cosas discrepo de la furibunda crítica que ha surgido desde el colectivo amigo contra el citado Anteproyecto. Lo hago en función del  falso envoltorio que la ha rodeado: la privatización, la pérdida de seguridad jurídica, el gran hermano orwelliano, lo farragoso de “lo electrónico”, las duplicidades, etc. La crítica ha de aceptarse, es natural, pero no tanto cuando se conocen las razones que la sustentan: en nuestro caso, aventuro, quizás el peligro que para el “papel” notarial representa la Administración electrónica. El art. 38 de la proyectada Ley de Emprendedores ha sido, y previsiblemente será, destinatario del despliegue mediático, pseudocientífico, que intentará convencernos de la bondad de persistir en “el papel”. Que viaje materialmente el oneroso papel y no electrónicamente los datos.

Por ello no es miedo, tampoco prevención hacia los avances tecnológicos. Es, y lo entiendo, defensa de lo propio, del “papel”. Y cuando no quedó más remedio, de la exclusividad en el envío telemático. Defensa tan numantina como la abanderada, ya hace algún tiempo, por la entonces hispana editorial Aranzadi cuando pretendíamos desprendernos, inicialmente, del Repertorio de Legislación y, más tarde, del de Jurisprudencia. Lo hacíamos los abogados, cadenciosamente,  una vez que inundados los anaqueles y estanterías de nuestros despachos acaecía lo mismo con trasteros y galerías. La petición de baja en el servicio venía acompañada de la inmediata y reiterada presencia de agentes que vanamente nos intentaban convencer de las bondades de la edición papel.

Por cierto, se mofa el editorialista de que mi celo quizás esté movido, apunta, por una vocación espiritual o científica. Ni lo uno ni lo otro. Mi celo, parecido al suyo, tiene una etiología más prosaica pues se excita por la mano que mece mi cuna. El suyo, intuyo, por el papel y por el art. 155 del RN: “el número de líneas deberá ser el de veinte en la plana del sello y veinticuatro en las demás, a base de quince sílabas por línea aproximadamente”. Que a nadie se le vaya la mano comprimiendo líneas o restringiendo los márgenes de las matrices, impone la norma reglamentaria.
La desinteresada generosidad tipográfica, la amplitud de espacios, siempre ha sido consustancial al instrumento notarial cuyo tamaño intentó reducir la Ley 24/2001, sin éxito por mor del interesado desvío de su inicial finalidad.