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Constitución, seguridad jurídica y Registro de la Propiedad
Nuestro homenaje lo es desde la naturalidad de su devenir que en nuestra agitada vida constitucional, no deja de ser algo atípico que esperamos perdure. Alguno de los padres de la Constitución nos recordaba, con ocasión de la entrega del Premio Gumersindo Azcárate –nuestro modesto pero entusiasta Nobel tabular del que nos hacemos eco en las páginas de la revista Registradores- los pretéritos avatares sufridos por las anteriores generaciones de constituyentes al desplegar una actividad de riesgo como sin duda lo fue la de los ochocentistas y, más aún, la de quienes pergeñaron la Constitución republicana de 1931. Riesgos que a los homenajeados, receptores tan solo de justos parabienes, no han alcanzado.
El homenaje al texto era, lo hemos dicho inicialmente, un acto debido desde nuestro colectivo. De esta manera el refuerzo que para el principio de legalidad supuso su consagración constitucional así como su secuela, el principio de seguridad jurídica que nutre nuestra esencia corporativa, resultó espaldarazo definitivo para una función como la registral firmemente asentada en nuestra cultura jurídica pero precisada, como todas nuestras instituciones desde el advenimiento de la democracia, del necesario anclaje constitucional.
Por ello, desde sus orígenes, han sido frecuentes las Sentencias del Alto Tribunal, encargado de su aplicación, que han contemplado la institución registral haciéndose eco de su necesaria eficacia. La última de ellas, la Sentencia de 8 de abril de 2013 que otorga el oportuno amparo a quien, tras asentar su derecho en los libros registrales –y una vez que lo hizo—no fue notificado de las vicisitudes del procedimiento de ejecución hipotecaria tramitado al margen de su pública titularidad. Constitución, seguridad jurídica y Registro de la Propiedad son los escalones básicos que permiten culminar la natural evolución hacia la plena instauración del principio de legalidad, básico para la eficiencia del sistema jurídico.
La Revista, y la Corporación, cuya voz aquella expande, no podía sino hacerse eco de todo ello mediante el poliédrico homenaje que sus páginas encierran. Homenaje a los autores que aún nos acompañan, esperemos que eternamente como lo están en el recuerdo sus iniciales compañeros de viaje, hoy, con la labor cumplida, residentes en las estrellas. Homenaje, igualmente cálido, a todos aquellos protagonistas de la puesta en marcha y funcionamiento del Tribunal Constitucional, concreto garante desde entonces de los principios y libertades que el Texto contenía. Personajes de variada índole, siempre cualificados y por ende imprescindibles para la realización y concienciación de los valores que la democracia constitucional nos trajo. Hemos querido oír la voz de todos ellos para, en sus personas, representar nuestra gratitud a la dama, ya no tan joven, que disciplina nuestro devenir convivencial como ciudadanos.
En cualquier caso el asentado enraizamiento ciudadano de la Carta Magna permite ser optimistas frente a los retos constitucionales que tanto desde dentro como desde fuera de nuestros confines territoriales la realidad ofrece. No debemos temer a Europa ni a las aireadas cesiones de soberanía constitucional que, a cambio de otras incuestionables prebendas, nuestros vecinos nos ofrecen aunque el universo europeo haya sido en alguna medida responsable, contrapartida de sus beneficios, de la interpendencia de los fenómenos de crisis económica. El modelo de integración europea es opción voluntariamente asumida que resultaría disparatado cuestionar desde un rancio provincianismo muñidor de prebendas que tan solo a unos pocos benefician. Tampoco debemos tener reticencias al devenir de los pueblos que se integran en el colectivo nacional, rechazando el pesimismo orteguiano, pues su ordenación y coordinación será de nuevo, fatalmente, resultado del consenso. Y ello sin olvidar que nacer, ver la luz por primera vez, fuera o dentro de nuestras fronteras, en la periferia o en el centro, junto al mar o en las yermas mesetas, no es sino un accidente vital, absolutamente contingente, y por ende irrelevante. Lo es igualmente, nos los enseña la Constitución, la pertenencia a una u otra etnia o el ser partícipes de unas u otras creencias. Que no nos engañen pues ninguna de estas circunstancias altera ni debe influir en la condición de ciudadano ni en la igualdad de unos y otros. Por todo ello, quizás, más que nunca, frente a la interesada agitación del árbol constitucional debamos propiciar el principio taoísta de la creatividad pasiva, que solo el viento lo mueva: no hay sino que observar y asumir el natural devenir de las cosas, la confluencia natural de las fuerzas sociales, de los espíritus que anidan en nuestros pueblos y colectividades para, de esta manera, sin exabruptos viscerales y partidistas, arribar a un nuevo orden convivencial y político al que la Constitución debe plegarse, tan solo si la consensuada evolución de las cosas determinara su necesidad.
Paralelamente la Ley Hipotecaria, única como lo es la Constitución, de orígenes temporalmente más remotos, permite concluir que quizás la diversidad, y con más claridad la legislativa, no sea un activo por el cual clamar y del que, una vez conseguido, vanagloriarse como signo vanamente identitario. El ejemplo unificador de la legislación hipotecaria, de nuestra Ley de 1861, y su constatada eficiencia regulatoria de la parcela que contempla, quizás debiera ser modelo que sirviera para considerar que el activo legislativo a propiciar lo es el de la excelencia normativa y no el de su babeliana e infecunda diversidad, absurda en un mundo globalizado. También con tal perspectiva debe plantearse la reflexión sobre la bondad de empeñarnos en el desarrollo de regulaciones sectoriales apegadas a lo nuestro, territorialmente cicateras y, consecuentemente, profundamente contradictorias pues debieran nacer para proyectarse sobre unos mercados sin duda globalizados.
En definitiva, estas páginas suponen un canto a la normalidad constitucional, a su esquema de convivencia territorial consensuado desde la tolerancia mutua. También al orden cívico que todo ello representa. A su envidiable abstracción ajena a las exacerbadas y contingentes vicisitudes que, coyunturalmente, pretenden enturbiar el esquema que los sagaces constituyentes nos regalaron. Es, asimismo, un homenaje a cuantos, en un primer y todavía difícil momento, pusieron en marcha el Tribunal Constitucional, mecanismo básico para que los derechos y libertades democráticos fueran una realidad.
Esperamos haberlo conseguido y que la sedente dama, en la medida en que la voz del colectivo tenga algún eco, se sienta revitalizada, reconocida y sinceramente homenajeada. Se lo debíamos.