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La normativa sobre vivienda y la función social de la propiedad

En estos días tan complicados, el Gobierno está aprobando una serie de normas de emergencia para la gestión de la crisis provocada por el COVID-19, que, en diversos casos, ha planteado algunos problemas jurídicos relativos a la posible vulneración de derechos constitucionales. Uno de esos casos es la Orden del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana 336/2020, de 9 de abril, por la que se incorpora, sustituye y modifican sendos programas de ayuda del Plan Estatal de Vivienda 2018-2021, en cumplimiento de lo dispuesto en los artículos 10, 11 y 12 del Real Decreto-ley 11/2020, de 31 de marzo, por el que se adoptan medidas urgentes complementarias en el ámbito social y económico para hacer frente al COVID-19.

Dicha normativa ha levantado cierta polémica respecto de la posibilidad, según se apuntaba en algunos medios de comunicación y redes sociales, de que las CCAA pudieran expropiar viviendas de titularidad privada para facilitar una solución habitacional a ciertos colectivos de personas necesitadas. En concreto, la norma dice lo siguiente: 

“Artículo 4. Programa de ayuda a las víctimas de violencia de género, personas objeto de desahucio de su vivienda habitual, personas sin hogar y otras personas especialmente vulnerables. 3. Solución habitacional. Las comunidades autónomas y las ciudades de Ceuta y de Melilla pondrán a disposición de la persona beneficiaria una vivienda de titularidad pública, o que haya sido cedida para su uso a una administración pública, aunque mantenga la titularidad privada, adecuada a sus circunstancias en términos de tamaño, servicios y localización, para ser ocupada en régimen de alquiler, de cesión de uso, o en cualquier régimen de ocupación temporal admitido en derecho. Cuando no se disponga de este tipo de vivienda, la ayuda podrá aplicarse sobre una vivienda adecuada, de titularidad privada o sobre cualquier alojamiento o dotación residencial susceptible de ser ocupada por las personas beneficiarias, en los mismos regímenes”.

Como se ha señalado, parece que el objetivo del Gobierno con esta norma no es la expropiación de las propiedades privadas, posibilidad ésta que tampoco contemplaba la norma que aquélla desarrolla. En efecto, la mens legislatoris, como el propio Ministerio ha aclarado, consiste en facilitar viviendas a las personas determinadas en la misma, ya sean de titularidad o uso público o de titularidad privada, en cuyo caso, las ayudas económicas aprobadas podrán destinarse a facilitar el arrendamiento, la cesión de uso u otra forma de ocupación admitida. En este sentido, la aplicación de esta medida debería partir, necesariamente, de la voluntad favorable de los propietarios. Así, no tendría que haber problema alguno respecto de la posible vulneración del derecho de propiedad.

Sin embargo, no se puede negar que la redacción escogida es -como las fincas rústicas- manifiestamente mejorable. Y no sólo porque el estilo no se adecúe a los cánones tradicionales de escritura jurídica, sino, sobre todo y de modo principal, porque la terminología empleada puede dar lugar a equívocos y tener un alcance mayor del que pudiera considerarse a primera vista. Nada obsta a que el propietario arriende o ceda a tales personas, beneficiarias de la ayuda pública, la vivienda en cuestión. Sin embargo, frente a estos medios tradicionales de adquisición de uso de una vivienda, parece que en algunas CCAA se han habilitado otros mecanismos de “ocupación”, que ya no cuentan tanto con la aquiescencia del propietario. Por lo tanto, parece que la normativa estatal viene a facilitar medios económicos a las CCAA para que puedan llevar a cabo sus políticas e implementar estas medidas, voluntarias o no. En este sentido, la redacción de la Orden ministerial podría incidir de forma positiva en esta línea. Junto a la citada mens legislatoris, no debemos olvidar la mens legis. Es decir, si bien la interpretación que hace el propio autor de la norma es admisible, también podría abrirse la puerta a otras opciones más discutibles a la luz de la Constitución. 

En relación con esta cuestión, el Decreto Ley 17/2019, de 23 de diciembre, de medidas urgentes para mejorar el acceso a la vivienda, de la Generalidad de Cataluña, ha adoptado una serie de medidas de ocupación de viviendas de titularidad privada, que podrían ser financiadas con los fondos previstos en la normativa estatal, según dispone la Orden Ministerial. La norma catalana establece, mediante la apelación a la función social de la propiedad, la obligatoriedad del alquiler social en favor de personas en situación de necesidad de habitación, inclusive aquellos que han ocupado la vivienda sin título habilitante con anterioridad al 30 de junio de 2019. Además, la condición del titular de la vivienda como “gran tenedor” conlleva la ampliación de los plazos del alquiler social hasta cinco o siete años o su prórroga forzosa cuando los arrendatarios estén en situación de exclusión residencial. Esta situación se completa con el Decreto 1/2020 de la Generalidad de Cataluña, en el que se amplía el concepto de vivienda vacía, al incluirse en dicho concepto alguna de aquéllas que han sido ocupadas ilegalmente, aunque medie reclamación judicial. En tales casos, se habilita la posible imposición de un alquiler social. En la misma línea, aumentan los supuestos de expropiación de la vivienda y se alude al de las viviendas no ocupadas permanentemente, expropiación que va desde el uso temporal hasta el definitivo de todo o parte del dominio. Todas esas soluciones, se adoptan, según afirma el legislador, en aplicación de la función social de la propiedad.

Y es en este punto cuando debemos detenernos en la cuestión relativa a la significación y alcance de la función social de la propiedad. La interpretación realizada por el Tribunal Constitucional del artículo 33 de la Constitución y del derecho a la propiedad privada, ha supuesto el abandono de la clásica propiedad quiritaria romana y el establecimiento, de manera más acorde con los nuevos valores, de un derecho cuyo contenido esencial está conformado, tanto por las facultades que configuran el derecho subjetivo de su titular, como las obligaciones que el mismo conlleva para la comunidad. En ese sentido, la propiedad es un derecho que nace con sus propios límites ab initio, es un derecho que, en su esencia, ya es limitado. Esta descripción se hace especialmente patente en el caso de la propiedad urbana, dado que la misma está dotada de un fuerte ingrediente social y ha pasado a ser parte integrante de las políticas públicas. Así, “… Utilidad individual y función social definen, por tanto, ineludiblemente el contenido de propiedad sobre cada categoría o tipo de bienes. En definitiva, una doble dimensión de la propiedad privada - como derecho individual e institución-, fruto de una profunda transformación en la concepción dominical y que ha afectado de forma singularmente intensa a la propiedad inmobiliaria (STC 141/2014, de 11 de septiembre y STC 39/1987)”.

De esta forma, se observa que el derecho de propiedad comporta una especie de realidad bifronte, en la que subsisten, en tensión dialéctica, las clásicas facultades del derecho que permiten satisfacer el interés privado de su titular y, a su vez, las limitaciones derivadas del interés de la comunidad. Ello es innegable e, incluso, deseable. Sin embargo, la síntesis que, en su caso, vaya a resultar de dicho proceso dialéctico nos plantea una pregunta cuya respuesta es necesaria para saber dónde estamos y hasta dónde podemos llegar. La conformación descrita, ¿implica que el derecho de propiedad sigue siendo un derecho subjetivo de su titular, siquiera modificado en su contenido, o, por el contrario, ha mutado hasta convertirse en un derecho-función o en una potestad, cuyas facultades deben ejercitarse por el titular de forma obligada y siempre en beneficio de los terceros? La pregunta es de gran trascendencia y muy pertinente, a juzgar por las medidas que los diferentes legisladores están adoptando en los últimos tiempos.

Las potestades presuponen la existencia de una persona o personas que, por sus circunstancias particulares, son merecedoras de una especial atención por parte de aquéllos que pueden proporcionársela. Pero, en tales casos, los que ejercen dichas potestades no lo hacen por razón de un interés propio o en razón de un futuro beneficio para sí. Pensemos en las potestades administrativas o en la patria potestad. En ambos casos, por muy grande que sea la vocación de servicio o el amor paterno, respectivamente, quienes ejercen las facultades que comportan aquéllas no tienen un objetivo o fin propios. ¿Puede decirse lo mismo de la propiedad? Dicho de otro modo, ¿puede anularse o considerar inexistente el legítimo deseo del propietario de ejercer su dominio a través de las facultades que el derecho le confiere? No parece que sea así, por cuanto, como se ha señalado de manera acertada –MONTES PENADES- este derecho necesita el “nutriente” de las facultades de ejercicio propias de un derecho subjetivo, sin las cuales se desnaturaliza y pierde su razón de ser. Por lo tanto, podemos concluir que, dada la necesidad de mantener la concepción de la propiedad como derecho subjetivo, la función social puede delimitar la misma, pero no alterar su núcleo, su concepto.

Ello es así, en nuestra opinión, porque la función social es, más bien, un criterio o factor de política legislativa –DE LOS MOZOS- que no puede vulnerar la garantía constitucional del derecho de propiedad: antes de delimitar su contenido a través de la función social, la Constitución consagra el derecho a la propiedad privada. En el caso de la propiedad privada, la función social comporta un mandato dirigido a los poderes públicos para que arbitren las medidas necesarias para solventar las situaciones de emergencia social. Pero ello no se puede llevar a cabo mediante el desplazamiento de todo el esfuerzo a los propios ciudadanos, más allá de lo tolerable para conservar un derecho subjetivo como la propiedad. Las políticas públicas no pueden consistir, principalmente, en la erosión del contenido de las facultades de la propiedad.

En otro orden de cosas, hoy día se mantiene cierta idea de que la propiedad inmueble - ahora, la urbana- sigue siendo la base de la fortuna personal. Es decir, se ha producido una evolución del significado jurídico de la propiedad inmueble, pero no en cambio de su significación económica. En este sentido, la finalidad “financiera” o de capitalización de la propiedad inmueble sigue vigente. Pues bien, desde este punto de vista habría que preguntarse si tal “uso” no forma parte de las facultades de la propiedad y, por tanto, de su contenido esencial en lo que respecta a su parte de derecho subjetivo. Seguramente, la función social de la propiedad inmueble no tiene en cuenta este objetivo, por cuanto solamente trata de cubrir la necesidad de habitación. Pero no se debe olvidar que la compra de un inmueble, además del que se habita, se ha convertido para muchas familias de clase media en la fórmula de ahorro tradicional, lo que también podría ser considerado, a su vez, como función social, si tenemos en cuenta el número de personas a que afecta y, por tanto, su carácter comunitario. Quizás por ello, la normativa catalana solamente contempla las medidas descritas para las personas jurídicas y las físicas que posean más de 15 viviendas. Parece claro que la actividad con fines exclusivamente financieros no merece aquella consideración, dada su finalidad propiamente especulativa.

Es cierto, no obstante, que, frente al legítimo deseo de obtener una ganancia del propietario de una vivienda, se encuentra el objetivo de satisfacer la necesidad de habitación de las personas necesitadas, finalidad primigenia de una vivienda. Sin embargo, la solución a este dilema no puede pasar por agravar la posición de los propietarios. Los poderes públicos están mandatados para llevar a cabo políticas públicas de vivienda y, como medidas de política macroeconómica, fomentar otros mecanismos de ahorro que, por su atractivo financiero y fiscal, pudieran resultar una alternativa viable.

En relación con las medidas adoptadas por la regulación de la Generalidad de Cataluña, debemos recordar que el TC ha precisado, de forma clara, la diferencia entre la expropiación forzosa, que conlleva la privación del derecho, frente a las medidas de delimitación legal del mismo, diferencia que trae como consecuencia la ausencia de indemnización en el segundo caso (STC 112/2006, de 5 de abril). Pero añade esta sentencia que la delimitación no comporta tal pago siempre que se respete el contenido esencial de la propiedad. Alguna de las medidas, como la imposición del alquiler social en supuestos en los que se tiene o no título habilitante, no comportan claramente una privación definitiva del dominio, pero parecen desdibujar el contenido esencial de la propiedad. En ese sentido, la fijación de un precio en el alquiler social podría recordar, siquiera de forma indirecta, el justiprecio de la institución expropiatoria, ante la falta de voluntad en la celebración del contrato. Por ello, sería conveniente que el TC se pronunciase sobre la naturaleza de estas medidas.

En línea con la defectuosa redacción de la norma estatal antes referida, no queremos dejar de aludir al empleo creciente del término “ocupación” en las normativas sobre vivienda. Es cierto que dicho término se emplea en diversa normativa, como la LAU, al referirse en el art. 9.3 al supuesto de reocupación por el arrendatario, o en la normativa de expropiación forzosa, al referirse a la necesidad de ocupación del bien. Parece obvio que en estos supuestos y otros similares el legislador emplea el término en un sentido puramente fáctico, es decir, se refiere a la toma de posesión del bien. Desde una perspectiva jurídico civil clásica, la ocupación es un modo originario de adquirir la propiedad que no es susceptible de aplicación a los casos aquí analizados, por cuanto la cosa sí tiene dueño conocido y no se adquiriría ex novo. No parece discutible que el sentido empleado en estas normativas hace alusión a la toma de posesión del bien. Sin embargo, sería conveniente que no se abusase de una terminología que tiene un significado propio y asentado en la doctrina, normativa y jurisprudencia, ante la posibilidad de que su interpretación pudiera variar con el devenir del tiempo. Es, precisamente, la tendencia hacia otra significación la que nos preocupa, porque aquélla podría ser entendida como un mecanismo de normalización o dulcificación de otras conductas que, actualmente, serían contrarias a derecho. El poder de las palabras y su significación es indudable y, como señaló acertadamente CARROLL, tiene el poder quién determina el significado de las mismas. En este sentido, parece que, por el momento, “ocupación” se sigue escribiendo, en nuestro Ordenamiento jurídico, con “c”.

En definitiva, la redacción de esta norma no ha sido afortunada, precisamente, porque, además de generar cierta desaprobación, denota o deja entrever algunas posibilidades que no tranquilizan a los propietarios de viviendas. Y es que sería deseable que los buenos juristas de la Administración pública, que los hay, participasen más en la elaboración de las normas.

 

Jesús A. Messía de la Cerda Ballesteros

Profesor Titular de Derecho Civil. Universidad Rey Juan Carlos