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El registro mercantil en 1861- Luis Fernández del Pozo
Como en la vida de los individuos, en la historia del Registro Mercantil español es conveniente distinguir varias etapas: la de la publicidad gremial y consular hasta el año 1829; la del “primer” Registro Mercantil hasta 1885 y la última, la del actual Registro Mercantil, bajo el régimen del todavía vigente y venerable Código de Comercio de 1885. En la segunda de las etapas, la situación cambia, ya lo veremos, con la Ley de sociedades anónimas de 1848 que aunque poco progresiva en el fondo, otorga por primera vez carta de naturaleza en Derecho positivo español al control de legalidad por el encargado del Registro. Por lo demás, aunque sólo después de promulgado el Código de Comercio en 1885, precisamente el año siguiente, se encomendó la llevanza de nuestra institución al Cuerpo de Registradores de la Propiedad de España, la función estaba prefigurada con trazos muy similares a los conocidos, aunque sin la garantía de independencia del poder político, en la regulación preexistente.
Hasta 1829, en que se promulga el primer Código de Comercio de Sáinz de Andino, la publicidad de los empresarios era cuestión entregada a la organización gremial típica del Viejo Régimen, heredera de la legislación estatutaria y privilegiada del “fuero de los comerciantes” de la época medieval y a lo dispuesto para los diferentes Consulados de Comercio que fueron creándose a lo largo y ancho de la geografía nacional y de las diferentes posesiones españolas. Precisamente, la más moderna ordenación –de entre las primitivas, se entiende- acerca de la “matrícula de los comerciantes” y de la publicidad de las escrituras de compañía era la contenida en las Ordenanzas de 1737 del Consulado de Bilbao (vid. cap X, núms. 5, 8 y 17). Es cierto que la inscripción –o mejor, “depósito”- de los documentos en tales registros desempeñaba una función primordial de “matrícula” pues acreditaba al beneficiario de la licencia publicada en ellos la condición de agremiado o aforado, de sujeto a un orden jurídico, incluso procesal, particular respecto del común. No obstante, desde el “derecho estatutario” de las ciudades-estado del Medioevo italiano aparece otra función de la publicidad registral: el Registro publica situaciones jurídicas relativas al comerciante inscrito al objeto de hacer posible su oponibilidad erga omnes. Así, en la sociedad comanditaria, la publicidad del contrato de compañía no sólo permitía la cognoscibilidad legal de la existencia del negocio, de los socios, de sus pactos y de sus “factores” sino ganar para el socio el beneficio legal de la limitación de responsabilidad por deudas sociales que esperaba obtener el comanditario que no intervendría en la gestión social pero participaba en resultados prósperos y adversos. En cuanto al factor puesto al frente del establecimiento, ya no era necesario publicar su condición y sus facultades en un tablón de anuncios , en latín o griego según la parte del Imperio, como quería el Digesto (así resulta de un texto precioso atribuido en el Digesto al Comentario de Ulpiano al Edicto del pretor: Ulpiano 28 ed en Dig, 14,3,11, párrafos 2 al 6), sino que los apoderamientos se divulgaban mediante la publicidad suministrada por el registro gremial o consular, para que los terceros pudieran cerciorarse del contenido de la facultad de obligar al mandante con terceros contratantes. Un ejemplo de todo ello en Derecho intermedio es la Ordenanza de los Magistrados de Barcelona de 1478.
En 1829, por impulso del espléndido Código de Comercio de ese mismo año, publicado siendo Ministro de Hacienda López Ballesteros, se creó el “Registro público y general de comercio”. Es enormemente curioso constatar que el Proyecto de la Comisión Real soslayó cualquier referencia a nuestra institución. En cada capital de provincia, bajo la responsabilidad de las autoridades gubernativas o “gefe político” (el Secretario de Intendencia hasta que en 1836 se atribuyó la competencia a la Gobernación civil), se habría de establecer una oficina registral con dos secciones. La primera, la más tradicional, era llamada de “Matrícula general de comerciantes”. En ella se asentaban las inscripciones de los comerciantes a la sazón “inmatriculados”: la matrícula era una verdadera “licencia para comerciar” que configuraba el estatuto de comerciante entones sujeto a un fuero privilegiado y “jurisdiccional” propio (hasta el decreto de Unificación de Fueros de 1868). Se regulaba entonces la inscripción-inmatriculación del comerciante como un requisito “administrativo” de raigambre gremial que se entendía en un primer momento como una verdadera condición para el ejercicio del comercio por personas habilitadas para ello: el Derecho mercantil era el Derecho de los comerciantes matriculados. La segunda sección, la de ciertos negocios jurídicos típicos de los comerciantes, amén de recoger la publicidad de ciertos documentos y negocios relativos al comerciante individual con trascendencia para el tráfico mercantil como eran las cartas dotales o las capitulaciones matrimoniales, la publicidad de los poderes concedidos a factores y dependientes etc… se destinaba a la inscripción de las “escrituras en que se contrae sociedad mercantil”.
Pues bien, por una de esas paradojas a que nos tiene acostumbrada la Historia del siglo XIX, el Código de Comercio promulgado casi al final de la “Ominosa Década” –nunca se logró promulgar un Código Civil de la nación hasta el final del siglo- , contenía la más “liberal” y moderna de las regulaciones societarias conocidas en la época. Las sociedades mercantiles, incluso las anónimas, también las colectivas o regulares colectivas y las comanditarias (no existían las limitadas), se constituían en escritura pública, sin autorización administrativa (se apartaba el Código del viejo sistema de concesión regia o de “octroi”) y mediante la simple inscripción de sus pactos en el Registro Mercantil de la provincia. Se rompía así con la tradición de las compañías privilegiadas y las Reales fábricas de la época borbónica anterior por otro sistema de constitución societaria, con el consiguiente acceso al beneficio de la limitación de responsabilidad por deudas sociales, más propio del emergente capitalismo industrial antes que de la Ilustración y del régimen de las compañías coloniales. Hijo de una época muy contradictoria, el Código del muy poco liberal Fernando VII se inspiraba en el de Comercio de su archienemigo Bonaparte nacido en la Revolución.
Poco duraría el régimen de libertad de constitución de sociedades de capital en nuestro Derecho, que los vientos revolucionarios de 1848 y sobre todo la gran crisis financiera y bursátil de ese año, llevaron al gobierno moderado de la época a promulgar la muy autoritaria Ley de sociedades por acciones de ese año, luego seguida por las también muy restrictiva Ley bancaria de 1849.
Como argumentaba el Ministro de Comercio, Roca de Togores, en la Exposición de Motivos del proyecto de nuestra primera Ley de anónimas presentada en Cortes, el sistema liberal de constituir las sociedades por acciones bajo el régimen del Código de 1829 era el responsable, se decía, de los daños ocasionados en las relaciones mercantiles, en el crédito del Estado y en el mismo orden social pues se temía que especulaciones inmorales afectaran al suministro de artículos de primera necesidad. Con todo, aunque sea fruto del pánico financiero y de la amarga experiencia de la corrupción especulativa de nuestro primer capitalismo, la Ley de Sociedades por acciones de 1848 o, por mejor decir, su reglamento, introdujeron en la práctica registral a cargo de los “gefes políticos de cada provincia”, la primera regulación completa y moderna sobre calificación registral.
Efectivamente, sólo en el Proyecto de Código de Comercio de González Huebra de 1858 encontramos una clara referencia general al deber de control legal por el Registrador (vid. art. 56 sobre títulos defectuosos) Ahora, en 1848, en anónimas, como quiera que se necesitaba la tramitación de una Ley o de un Decreto, según el objeto social, para constituir sociedades por acciones, cuya vida posterior era objeto de recurrente supervisión “política”, se encomendaba al encargado del registro la labor de efectuar un control de legalidad. Dicho control se llama por primera vez en un texto legal “calificar” (véanse los artículos 14 y siguientes del Reglamento de 17 de febrero de 1848). Es cierto que el “expediente de calificación” que tramitaba el encargado del Registro no sólo entrañaba un control de legalidad en su sentido estricto (los estatutos y reglamentos debían ajustarse a la Ley) sino también “prudencial” o de oportunidad con el consiguiente riesgo de la previsible injerencia política (se calificaba también, por ejemplo, la suficiencia de capital o la idoneidad y honestidad de los titulares de los cargos…). No obstante lo cual, la legislación de la época tiene rasgos de sorprendente modernidad (se regulaba por primera vez la publicidad legal de los balances contra el principio de secreto contable) e hizo posible la primera industrialización a través de las Leyes de Bancos y Sociedades de Crédito (de 1849 y de 1856) y de Ferrocarriles (Ley de 1855).
La cosa es que cuando se promulgó la Ley Hipotecaria en 1861 existía ya, consolidada, la institución del Registro Mercantil que no estaba a cargo, todavía, de Registradores. La modernización del Registro necesitaba aún pasar por la experiencia liberalizadora de la Gloriosa (es fundamental la derogación de la Ley de 1948 que se dijo “contra las sociedades anónimas” , el Decreto de Unificación de fueros y la promulgación de la batería legislativa que afectó muy singularmente a los bancos de emisión y a los seguros) y sobre todo, hubo que promulgar el Código de Comercio vigente de 1885 que contiene en su sustancia la regulación que conocemos. Natural cosa fue que, dictado el primer reglamento del registro mercantil, se encomendara la llevanza de la institución, desconectada del avatar de la injerencia política de las autoridades gubernativas, al Cuerpo de Registradores de la Propiedad.